Esta crónica hace parte del libro Allende el mar. Crónicas de inmigrantes colombianos en Estados Unidos, escrita por nuestro beneficiario Óscar Osorio como resultado de un proyecto de investigación-creación desarrollado gracias a su beca Fulbright Investigador Visitante Colombiano y al año sabático otorgado por la Universidad del Valle. La historia aquí contada se atiene estrictamente a la información allegada en la investigación.
Autor: Óscar Osorio
Uno de los hermanos Prisco pretendía a una tía de mi mamá. Le estaba haciendo la visita cuando papá llegó. Con un movimiento reflejo, se llevaron las manos al cinto para sacarse las pistolas. Ya se habían enfrentado a bala unos días antes. Mamá salió del cuarto en el momento en el que mi bisabuela saltó al medio y les dijo: “Bueno, si se van a dar bala, lo hacen afuera porque yo acabé de barrer y a mí no me van a ensuciar la sala”. Les dio risa la salida. “¿Todo bien?”, le preguntó el sicario a mi papá. “Todo bien”, le contestó y siguió al patio trasero.
Esa extraña situación ocurrió en el barrio Buenos Aires Miraflores de Medellín, en el año 1987. La ciudad padecía el desorden social y la violencia producidas por decenas de bandas de sicarios que actuaban principalmente al servicio del cartel de Medellín. Los Priscos era una de las más poderosas. Sus asesinos habían perpetrado innumerables crímenes y varios magnicidios. Entre ellos, el del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, menos de tres años antes. Esos eran los enemigos que mi papá enfrentaba.
Por su participación en diversos operativos contra las más importantes estructuras criminales del país, fue condecorado varias veces y, en 1992, le asignaron la tarea de comandar una de las unidades del Bloque de Búsqueda.
El 2 de diciembre de 1993, papá estaba en una alcantarilla ayudando a hacer la triangulación que permitiera localizar la casa donde se encontraba Pablo Escobar. Había mucha interferencia y fue necesario que el capo se extendiera más de lo acostumbrado en la conversación telefónica que sostenía con su hijo. Cuando estuvieron seguros de la ubicación, la reportaron y dieron la orden de allanar.
Los primeros que entraron fueron los hombres de los Pepes, los paramilitares que le habían declarado la guerra Pablo Escobar y que se habían asociado con organismos del Estado para perseguirlo. Alias Semilla, hermano de don Berna, disparó y asesinó al capo.
El coronel Hugo Aguilar estaba almorzando en la Escuela Carlos Holguín, en Bello, cuando le comunicaron que Escobar estaba en una casa del barrio Los Olivos. Soltó los platos y salió como loco. Cuando llegó, les dijo a los Pepes que se fueran, se robó la pistola de Escobar, se hizo tomar la famosa foto agarrando la camiseta del cadáver y asumió los créditos de la operación que terminó con la vida de uno de los más poderosos criminales de la historia del país.
Mi mamá, mi hermana y yo habíamos vivido en Medellín y nos habíamos instalado en Ibagué por motivos de seguridad. Papá se había quedado. Nosotros estábamos en San Andresito cuando salió la noticia. Todo el mundo hizo silencio. Mi mamá exclamó: “Humberto”. Ella sabía que mi papá estaba en ese operativo. Observé los rostros de la gente y vi gestos de preocupación, no de alegría. Nadie celebró. Lo que siguió fue la eclosión de mini carteles y el desarrollo del paramilitarismo en Colombia, pero esa es otra historia.
Mercedes me invitó a que nos sentáramos y me dijo: “¿Sabes cuáles son las etapas del ciclo de la vida? Los seres humanos nacen, crecen, se reproducen y se van al cielo. Tu papá cumplió el ciclo”.
Cuatro meses y veintiún días después de esa resonada victoria contra el crimen, seguíamos esperando que sus superiores firmaran el traslado de mi papá. No lográbamos entender por qué se demoraba el trámite si todos sabían que él estaba sentenciado a muerte.
Yo cursaba tercero de educación primaria en el colegio Santa Teresita de Jesús, en el barrio Belén. A las diez de la mañana del 23 de abril de 1994, recliné mi rostro sobre las manos cruzadas en el escritorio del pupitre. Estaba solo y aburrido. Mis compañeros participaban en una actividad a la que yo no pude asistir. Escuché mi nombre. Levanté la cabeza y vi a la profesora en la puerta del salón. A su lado, había dos mujeres; detrás de ellas, un policía. “Alista tus cosas, que vinieron por ti”, me dijo la profe.
A la salida, me esperaban Gloria Herrán, esposa de un coronel de la Policía, y Mercedes Puentes, hermana de un general del Ejército. Vi a mi mamá en una camioneta Patrol blanca. Estaba llorando. Mercedes me invitó a que nos sentáramos y me dijo: “¿Sabes cuáles son las etapas del ciclo de la vida? Los seres humanos nacen, crecen, se reproducen y se van al cielo. Tu papá cumplió el ciclo”. “¿Dónde está mi papá?”, le pregunté después de un incómodo silencio. “Tu papá tuvo un accidente”. Le repetí la pregunta. “Desde ahora en adelante él los va a cuidar. Siempre va a estar con ustedes”, me dijo.
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Fotografías © Archivo personal de Beto Coral.
Fotografía principal Óscar Osorio ©
Sobre el autor:
Oscar Osorio es Profesor Titular de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Fue beneficiario del Programa Crédito Beca en el año 2010 y recibió el apoyo para sus estudios de doctorado en Literaturas Hispánicas y Luso-Brasileras de la Universidad de la Ciudad de New York (CUNY).
Ha publicado los libros de poesía, cuento y crítica literaria. Sus textos narrativos han sido publicados en diversos periódicos y revistas literarias, y una veintena de artículos académicos en revistas de Colombia, Chile, Estados Unidos, Canadá, España y Dinamarca. Fue distinguido con la beca Fulbright Investigador Visitante Colombiano para escribir crónicas de inmigrantes colombianos en Estados Unidos.